Hermes de verano



Era pleno verano y pasábamos los días comiendo polos Avidesa de hielo y torturando insectos. También nos bañábamos, macerándonos en agua clorada hasta tener los dedos como pasas corintias. Todavía no nos pertubaban los braga tangas, ni falta de dinero, ni la vida. Éramos plénamente felices en el sentido horizontal de la palabra. Soñábamos con tener una BH California y los únicos enemigos eran las Vacaciones Santillana. Muchas tardes nos conformábamos con pasear por las calles cercanas en bici, siempre por la misma ruta por temor a perdernos, pero un día descubrimos algo que desencadenó la revelación.



Allí, en mitad del bosque de pinos, alguien había colocado unas señales que marcaban un recorrido para hacer carreras en medio del monte patrocinado por el grumoso Colacao. Como somos fans del Nesquick y el Colacao es de mala gente, decidimos organizar nuestra propia carrera. Recuerdo como en casa de Emilio, con lápiz y papel y como si preparásemos la fuga de Logan, marcamos el recorrido de la carrera para los tres participantes: Emilio, su hermano Currito y yo. Bajaríamos por nuestra calle, llegaríamos al final y volveríamos sobre nuestros pasos. Calculo que no llegaría a los trescientos metros pero aquello para nosotros, además de nuevo, era como subir el Anapurna.

A la de uno, dos y tres comenzó la carrera calle abajo. Emilio y su hermano Currito iban delante, medio pelándose como siempre, y yo tras ellos, cansado antes de empezar. Estábamos a punto de llegar a una zona del recorrido por la que no solíamos pasar, una especie de Amazonas virgen en el que nos esperaban, escondidos tras la vegetación, indígenas con cerbatanas envenenadas. La puerta de un siniestro chalet, abierta de par en par, tenía colgado un cartel que rezaba "Cuidado con el perro". Mientras pasábamos lo leímos con las canillas temblando.



Por la puerta abierta, al escuchar nuestros pasos talla 36, salió un perro del averno, enorme como el infierno en día de fiesta y con la mala leche de 3000 cancerberos. Tras él, sin poder controlarlo, su dueña nos gritó asustada la frase ya mítica:

-¡Corred que os mata!

Los tres, sin mirar atrás y sintiendo el aliento de la muerte cerca por primera vez, aceleramos el paso todo lo que pudimos mientras aquel chucho infernal nos ladraba sin perder el fuelle de su carrera. Y entonces, sin quererlo, me destapé: yo era un niño demasiado bueno, algo tartamudo y con el pelo de casco que de repente se revelaba como un niño con súper poderes, capaz de olvidar el cansancio y llegar a superar a mis dos compañeros de carrera, casi de volar. Como el dios Hermes, me habían salido alas en los tobillos y podia correr superando todas mis marcas, todas las tuyas.

Los tres salimos inmunes de aquel lance (todavía ni Emilio ni Currito ni yo entendemos como pude coger aquella velocidad casi inhumana), y en septiembre, al volver al colegio y tocarme hacer los 1000 metros en clase de gimnasia estaba tranquilo. Por primera vez. Sabía que, si quería, podía correr a toda velocidad, podía superar al capullo de clase, podía pasar -por un día- del suficiente. Pero al alcanzar los trecientos metros sin parar de correr mi cuerpo me pidió detenerme, mi bazo me daba pinchazos y el desayuno me volvía del estómago a la boca pidiendo paso. Como siempre había sido.

Paré de correr y apoyé mis manos sobre mis rodillas, doblado sobre mí, hecho polvo y faltándome el aliento mientras la saliba se descolgaba sin fuerza de entre mis labios. Derrotado. Yo era normal, peor que normal: era yo. Había perdido aquellos magníficos poderes, habían volado junto a mis alas.
Related Posts with Thumbnails