Balada triste a mis putas lupas



Eran como una novia fea que me acompañaba desde los 12 años, un cranco del que no me pude librar hasta ayer: la miopía heredada de mi padre, 2'75 dioptrías en cada ojo, una imperfección donada gratis, sin escritura ni impuestos de sucesión ni nada.

Ayer las exterminé gracias a un rayo láser similar al de la Estrella de la Muerte, capaz de fundirse un quasar en un plis plas. La operación fue rápida pero la sensación de que te vaya el explotar el ojo por dentro (aunque sea por 3 segundos) acojona. Salí del quirófano con las piernas temblando, andando como José Feliciano, con gafas de sol y acompañado del brazo por una enfermera.

LLevaba mis gafas en la mano. Ya no valían para nada. Pero las había llevado conmigo más de dos años. Las compré en una promoción de esas de dos por una y me quedé con ellas indefinidamente, las otras las tengo aún en un cajón, nuevas. Se me rompió una patilla estando en Madagascar y al no haber ópticas a 600 kilómetros, me la pegué con un cutre pegamento patrio y así se quedaron, como forjadas al hierro pero sin posibilidad de plegarse.

Eran negras, de pasta (cómo no), y la parte interior de toda la gafa era de otro color, azul cielo. A la salida del quirófano había una caja de metacrilato de una ong que recogía las gafas para llevarlas al tercer mundo. La enfermera me lo comentó y yo, animado y feliz porque empeza a ver de puta madre, dejé caer mis lupas con despreocupación en aquella pecera, repleta de las herencias abandonadas de otros.



Y ahora, aunque comienzo a ver perfecto a un 80% y subiendo, las echo en falta. Y eso que he perdido muchos pares. Pero éste era el úlimo.
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