Un Cristo con pistolas


Que sí, que soy una estrellaza del rock, ¿por qué no te lo crees?

El mundo del rock es cruel: necesita estrellas y cuanto más bellas y magnéticas mejor. Y si se drogan y tienen un mal final, propio de las presiones, montañas de cocaína y orgías mal digeridas, mejor. Se ha demostrado que Elvis, Buddy Holly o John Lennon valen más muertos que vivos.

Eso es algo que nunca le preocupó a Robert Quine, uno de los mejores músicos de sesión de los 80, pero ser una guitarrista brutal y ayudar a forjar sonido a gente como Lour Reed o Tom Waits no le impidió tener una pinta muy alejada a los estereotipos que pululan por este negocio.

No muy alto y con calvorota de profesor de gimnasia -yo tuve uno muy parecido-, Robert siempre salía al escenario con traje, corbata y enfundado en sus gafas oscuras (recordemos al maestro Battiato: "Hay quién se pone unas gafas de sol por tener más carisma y sintomático misterio").



Y el pito en la comisura de los labios que no falte. Que siempre da un rollito de malote que mola. Pero supongo que sería normal, que le pasaría a cualquiera en su lugar; tocar junto a Lou Reed y hacer su sonido más grande y mejor debe pesar un huevo, sobretodo si eres calvo, te gusta vestir más bien clásico y tienes los ojos pequeñitos y poco expresivos.


Un tío de esos que por parecer siempre fuera de lugar me caen bien, aguantando el chaparrón estético a su alrededor mientras su guitarra hablaba por él, sabiendo que está haciendo un trabajo perfecto, pero con la terrible sensación de que alguien lo iba a correr a gorrazos del escenario en cualquier momento.
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